Benínar, el pueblo tragado por las aguas | La Voz de Almería
Imágenes del pueblo con el agua llegando ya a la altura de las casas. LA VOZ
Benínar, el pueblo tragado por las aguas
Su nombre significa en Árabe nacida del fuego y está enterrado bajo el peso de un aguacero
MANUEL LEÓN | La Voz de Almería • 13 DIC. 2019
Se llama Juan Díaz y aún vive con 100 años, saturado de recuerdos, en un piso de 95 metros en la calle Doctor Carracido de la urbana Almería, tan distinto a su viejo huerto de brevas y jinjoleros.
Allí pasa sus días Juan, mirando al barrio de Altamira, con sus ojos marchitos, duro de oído, pero riendo aún como el zagal que fue, este beninero hasta las trancas, el último lugareño que pisó las calles de esa aldea ya mitológica que se inmoló para que el Campo de Dalías tuviera agua, el último que oyó el croar de las ranas de la balsa, el último que percibió el aroma de los jazmineros.
Después todo fue agua y más agua, como en un diluvio bíblico, que anegó no solo los árboles, el púlpito de la iglesia o los pupitres de la escuela, sino también la memoria de centenares de años de alegrías y tristezas compartidas. Benínar, que significa en su origen árabe ‘nacida del fuego’ está enterrada bajo el peso de un descomunal aguacero.
La historia de Juan es la del indígena que no quiso irse de la tierra de sus antepasados, que pleiteó hasta el último minuto, hasta que lo desalojó a la fuerza la Guardia civil una calurosa mañana de agosto de 1983. Decía que no quería los dos millones y medio de pesetas que le daba el antiguo MOPU, que el aire puro, la vega que había trabajado con sus brazos, sus recuerdos de niño no tenían precio.
Juan nació un martes 24 de junio de 1919 y celebra santo y cumpleaños el mismo día. Se crió con Antonio el de Carlota y con la Quinta del Biberón lo obligaron a ir a una guerra que no era la suya. Primero con una manta en el ejército de Lérida y después en el Peñón de Gibraltar. Cuando volvió a su pueblo, a su Benínar del alma, estaba todo lleno de falangistas, nunca quiso ponerse la gorra negra como tampoco antes se amarró el pañuelo de miliciano.
En 1958
Se casó en 1947 con Elodia Roda, se cansó de sembrar trigo y maíz y emigró a Montevideo a trabajar haciendo caminos y con el dinero ahorrado se compró a la vuelta unos roales de tierra, la misma que le expropiaron y que duerme en el fondo del embalse. Lo nombraron juez de paz para poner un poco de orden cuando había alguna riña familiar y también fue teniente de alcalde , aunque eso no le eximió de seguir labrando los campos y recogiendo la almendra y la aceituna, hasta que la riada del 73 acabó con casi toda la vega, las obras de la presa se aceleraron y esa Arcadia feliz empezó a quedarse vacía.
Benínar, desde que en 1958 las Cortes franquistas decidieron hacer un pantano, fue un pueblo con el miedo metido en el cuerpo, como una persona que sabe que su fin está próximo, aunque la falta de presupuesto fuese dilatando la agonía. Los mil habitantes de antaño se fueron quedando en menos de la mitad y los benineros fueron poco a poco siendo expulsados -como Caín y Abel- de su particular Paraíso.
Benínar era un pueblo de postal: tapizado por una alfombra verde y frondosa vegetación al lado del cauce del río Grande, con calles estrechas como las de Mojácar, donde había un cura que se llamaba pepe, una tienda de ultramarinos que regentaban Cecilio y Elena, un bar que era de Juan el alcalde, una barbería donde afeitaba Ramón, un panadero que se llamaba Juan Ruiz.
El 15 de agosto, por San Roque, volvían todos sus hijos de Cataluña a la celebración de los Moros y Cristianos y los músicos de Darrícal llegaban para amenizar, a través del río, hasta la fuente del Murallón. Ya era fiesta y se olía a pólvora y en la plaza, el busto del doctor Eugenio Sánchez Quero, el mismo que libró al pueblo de la gripe de 18, miraba a las parejas bailar pasodobles agarrados. No había fonda que valiera y los vecinos abrían la puerta de sus casas para que pasaran la noche los músicos y el cohetero y para que almorzara la Guardia Civil. Los chiquillos estrenaban camisa que habían ido a compra en mula a la grupa de su padre al mercado de Berja.
Repartidos por la provincia
Todo eso se perdió, se fue perdiendo, a principios de los años 80, cuando ya las obras se aceleraron, cuando ya quedaron solo una docena de ancianos y cuando la riada de noviembre de 1982 anegó el pueblo: las aguas subieron veinte metros, el fango les llegó a las barbas a la estatua del pobre doctor, y los escasos vecinos que quedaban, sin luz y sin teléfono, se refugiaron en la parte alta de la Iglesia. Después sacaron a San Roque y se lo llevaron a la Iglesia de Hirmes, los huesos de sus antepasados los enterraron en un nuevo cementerio, llenaron furgonetas de arcones antiguos, ajuares domésticos y aperos de labranza y comenzó la diáspora en busca de otra tierra prometida.
Unos se fueron a Berja, otros al poblado de colonos de San Agustín y otros partieron rumbo a la capital, como el propio Juan Díaz, que pasó a ser, sin él pretenderlo, Juan sin tierra, el hombre que tanto sudor se dejó en esos terrones ahora sepultados por unas aguas que riegan los invernaderos de las vegas de Adra y de Berja.
Él, el juez de paz, el emigrante que volvió del Uruguay en la bodega de un barco con cuatro cuartos para formar una familia, el niño que buscaba nidos de verderones y al que el maestro don Antonio le tiraba de las patillas si se equivocaba con la tabla del siete -decía Ana María Matute que la infancia es a veces más larga que la vida- fue el último en abandonar ese pueblo sacrificado, que fue borrado del mapa por un edicto en el BOE. Aunque dicen que allí donde se reúnan dos benineros, siempre estará Benínar.
Benínar, el pueblo tragado por las aguas | La Voz de Almería
lunes, 23 de marzo de 2020
Aquel pequeño caserío llamado Aguadulce
Aquel pequeño caserío llamado Aguadulce
Aguadulce, en los inicios del despegue vertical. LA VOZ
Aquel pequeño caserío llamado Aguadulce
El cortijo que blanqueaba entre dos palmeras y la fuentecilla era el más antiguo de la barriada
BERNARDO MARTÍN DEL REY | La Voz de Almería • 13 DIC. 2019
Era todavía no hace un siglo, un pequeño caserío diseminado por la llanura alta, que comienza donde termina el ingente macizo del Torrejón, las Puntas de La Garrofa y el Palmer, y desemboca la escarpada sierra de Enix, Casitas blancas, cuadradas, cobertizos y huertecillos al borde de la carretera, más acá y más allá, al filo de las ramblas y barrancos, protegidas por alguna cañada donde había alguna tierra de cultivo.
Lo demás todo campo, inmenso campo, que partiendo de las sierras oscuras del NO (Cerro de la Meseta), se extiende hasta la misma orilla del mar en una extensión de más de cien millas. En este dilatado terreno, que participa de regadío erial, secano y monte, aparecerían huertos cercados para la parra y el naranjo, sequías entre cañaverales, espesos bardales de pitas elevando sus bohordes como gigantescos candelabros, aisladas adelfas de flor ardiente, entre los peñascos de las vías pastoriles; y de vez en cuando, alguna que otra palmera con señorío de lejanía, junto a los aljibes, pequeños morabitos, sapillas de agua en penitencia, , norias rodantes, colmenares respaldados por vallas de erizadas chumberas. Más cercanas al monte veíanse corralizas grandes para los rebaños que se bajaban a invernar en la apacible costa; yuntas de bueyes y gañanes en plena labranza; bestias y otros animales paciendo y abrevando en los pilares de los aljibes y remansos de acequias; aves en vuelo; de higuera a higuera, desde el gorrión a la tórtola; palomas en las riscas; perros ladrando, gallinas picoteando a su albedrío, gallos enarcando el cantar… Mujeres transportando el cántaro a la cadera o en la cabeza, camino de la noria o de la fuentecilla. Paisajes, en fin, con vida, color y diligencia. Todo eso veía yo, deslumbrado por la claridad y el espejismo de aquel vasto panorama, cuántas veces crucé por la carretera, viniendo o yendo a mi Valle del Andarax, donde todo es fronda y espesura. ¡Agua – Dulce! En verdad que me era suave y agradable ese nombre.
Hace unos años que el médico y pintor Doctor Monroy me invitó a pasar unos días en la bonita mansión que poseía en Aguadulce. Era una especie de sencillo chalet, con gracia de cortijo andaluz. Tenía allí su estudio de artista; tenía también una biblioteca de escogida recreación; pero lo que más me atraía era un original jardín que había al fondo de la casa. Comprendía tres pequeñas parcelas, siendo la última como un balconcillo-terraza sobre la playa, desde donde se contemplaba el más espléndido panorama que cabe imaginar (De Punta Elena a Cabo de Gata).
Durante los días de mi estancia veraniega pude apreciar las excelencias y naturales encantos que poseía la barriada de Aguadulce; su situación fondeadero, playa, clima templado: confortable albergue de invierno; alegre residencia para el verano; nubes alígeras con fugaces ensueños de lluvia, en primavera; y fantasía de tornasoles y púrpuras en otoño. Y bajé a la playa por una agreste rambla, y hallé una larga extensión de arenales cultivados, donde crecían legumbres y hortalizas, y verdeaban con adorno de florecillas la plantación de patatas de todo tiempo. Eucaliptus de lánguido ramaje, higueras, plátanos, pimenteros, cipreses y la elegante palmera evocadora del islam. Vallados de cañaverales ponían cenefa verde a las parcelas, protegiéndolas contra el viento. Me maravillé ante los abundantes borbotones y raudales de agua clarísima, fina, delgada y dulce, que manaba de los peñascos, casi en la misma arena. Los vecinos de la barriada se surtían de este precioso líquido, que tan cerca del agua salada entregada su gracia fresca y transparente.
Aquel cortijo que blanquea entre dos palmeras y la fuentecilla es el edificio más antiguo de la barriada. Fue refugio de contrabandistas. Lo he pintado recogiendo el paisaje de su situación, y resulta precioso. Esto me dijo el Doctor Monroy, una tarde que admirábamos el campo desde la terraza de su pequeño jardín.
La pequeña Aguadulce
Al antiguo caserío, diseminado y formando una sola calle, se le habían unido ya en 1897 otras casas, todas de una planta: y una ermita al pie de la “Meseta”, bajo la advocación de la Virgen del Carmen; habíase convertido en hermosa finca un erial, con el nombre de Casería del Rosario; el ingeniero del Puerto de Almería, don Francisco Javier Cervantes, se había construido un palacete de estilo inglés sobre los altos acantilados, con jardines colgantes, barandillas y escalinatas en descenso hacia la playa, poblada de árboles. Ya constituía la pequeña Aguadulce un lugar con Iglesia, Escuelas, tiendas, almacenes y carretera de grava, que se la disputaban los municipios de Roquetas y Enix. Hubo expedientes de anexión; y los vecinos, con voz y voto, eligieron la mejor administración municipal del término, porque la pequeña Barriada tenía su historia romántica, su romance y conocía el nombre de su Fundador. Yo encontré algunas noticias muy curiosas, y paso a transcribirlas para constancia de su origen y conocimiento de sus nuevos moradores.
Corría el año 1860. No cruzaba por este llano la carretera; no había casas. Solo un cortijo no muy grande, junto a la ramblilla, próximo al mar, que había construido el vecino de Roquetas, Ginés Perales, con vistas al “negocio” del contrabando, que en aquella época estaba todo en su auge. No se equivocó Ginés. A poco de construir el cortijillo empezó a acudir la osada gente del mar y tierra, en demanda de protección de alijos, contra las vigilancias de carabineros que se desplegaban por San Telmo y la Garrofa. La casa de Perales se convirtió en una especie de ventorrillo, donde se refugiaban arrieros y contrabandistas; se ocultaban trabucos y escondías los revólveres de muesca; guardaban las facas y dejaban las mantas morellanas. Disponía el ventero de gente pagada contra los chivatazos; disponía de caballerías; y sobre todo de un buen vino y jamones de la Alpujarra. Ginés Perales les atendía “el negocio”. Rosa, la de Adra y Carmen la de Félix – dos garridas hembras- le abastecían de productos alimenticios a cambio de género de contrabando. También hacían su “ganancia”. En la playa de Aguadulce había, casi todas las noches, un misterioso movimiento de sombras agazapadas en la arena o espiando tras las fantasmales rocas de los Bajos. Antes del amanecer, por las ramblas de arriba, internándose en las sierras, desaparecían los alijos, camino a Granada.
Dieciséis años después había en el llano cuarenta y dos casas más. Cuando en julio de 1876 ya se habían construido la carretera vieja, que iba por los altos cerros de la Sierra de Almería, la Beata Soledad Torres, Fundadora de las Sierras de María, viajaba en un carro de mulas con dirección a Berja para establecer allí una de sus Casas para Enfermos, le llamó la atención aquella aldeica blanca de la costa y escribió: “Polvo, sol, higueras, chumberas… Caminos de lumbre- Cabras y pastores. Contritas quietudes… Por fin, allá abajo, en abierta playa de arenas azules- se ven casas blancas. Aquel pueblecito se llama Aguadulce. ¡Calmemos cansancio- en su dulce lumbre!
Hacía 1895-96 fallecía en su Casa Venta el negociante roquetero Ginés Perales, Fundador de Agua – Dulce. Así consta en la lápida de su sepulcro en el cementerio blanco, cuadrado, lleno de sol, abierto y silencioso, sin más ruido que el del rumor de las olas, que, al fondo, en la playa, allí cerca, le dedican azules sufragios.
Ahora, Aguadulce joven poblado, con su breve historia romántica y conociendo el nombre y el romance de su Fundador, surgiendo del yermo como por encanto, floreciente, magnífica concentración residencial, regada por agua pura, convertida en la Ciudad satélite de Almería, y acariciada por la suave brisa, en la Costa del Sol nos entrega la Paloma de Venus, Delfines de Neptuno y la Diosa Ceres.
Aquel pequeño caserío llamado Aguadulce | La Voz de Almería
Aguadulce, en los inicios del despegue vertical. LA VOZ
Aquel pequeño caserío llamado Aguadulce
El cortijo que blanqueaba entre dos palmeras y la fuentecilla era el más antiguo de la barriada
BERNARDO MARTÍN DEL REY | La Voz de Almería • 13 DIC. 2019
Era todavía no hace un siglo, un pequeño caserío diseminado por la llanura alta, que comienza donde termina el ingente macizo del Torrejón, las Puntas de La Garrofa y el Palmer, y desemboca la escarpada sierra de Enix, Casitas blancas, cuadradas, cobertizos y huertecillos al borde de la carretera, más acá y más allá, al filo de las ramblas y barrancos, protegidas por alguna cañada donde había alguna tierra de cultivo.
Lo demás todo campo, inmenso campo, que partiendo de las sierras oscuras del NO (Cerro de la Meseta), se extiende hasta la misma orilla del mar en una extensión de más de cien millas. En este dilatado terreno, que participa de regadío erial, secano y monte, aparecerían huertos cercados para la parra y el naranjo, sequías entre cañaverales, espesos bardales de pitas elevando sus bohordes como gigantescos candelabros, aisladas adelfas de flor ardiente, entre los peñascos de las vías pastoriles; y de vez en cuando, alguna que otra palmera con señorío de lejanía, junto a los aljibes, pequeños morabitos, sapillas de agua en penitencia, , norias rodantes, colmenares respaldados por vallas de erizadas chumberas. Más cercanas al monte veíanse corralizas grandes para los rebaños que se bajaban a invernar en la apacible costa; yuntas de bueyes y gañanes en plena labranza; bestias y otros animales paciendo y abrevando en los pilares de los aljibes y remansos de acequias; aves en vuelo; de higuera a higuera, desde el gorrión a la tórtola; palomas en las riscas; perros ladrando, gallinas picoteando a su albedrío, gallos enarcando el cantar… Mujeres transportando el cántaro a la cadera o en la cabeza, camino de la noria o de la fuentecilla. Paisajes, en fin, con vida, color y diligencia. Todo eso veía yo, deslumbrado por la claridad y el espejismo de aquel vasto panorama, cuántas veces crucé por la carretera, viniendo o yendo a mi Valle del Andarax, donde todo es fronda y espesura. ¡Agua – Dulce! En verdad que me era suave y agradable ese nombre.
Hace unos años que el médico y pintor Doctor Monroy me invitó a pasar unos días en la bonita mansión que poseía en Aguadulce. Era una especie de sencillo chalet, con gracia de cortijo andaluz. Tenía allí su estudio de artista; tenía también una biblioteca de escogida recreación; pero lo que más me atraía era un original jardín que había al fondo de la casa. Comprendía tres pequeñas parcelas, siendo la última como un balconcillo-terraza sobre la playa, desde donde se contemplaba el más espléndido panorama que cabe imaginar (De Punta Elena a Cabo de Gata).
Durante los días de mi estancia veraniega pude apreciar las excelencias y naturales encantos que poseía la barriada de Aguadulce; su situación fondeadero, playa, clima templado: confortable albergue de invierno; alegre residencia para el verano; nubes alígeras con fugaces ensueños de lluvia, en primavera; y fantasía de tornasoles y púrpuras en otoño. Y bajé a la playa por una agreste rambla, y hallé una larga extensión de arenales cultivados, donde crecían legumbres y hortalizas, y verdeaban con adorno de florecillas la plantación de patatas de todo tiempo. Eucaliptus de lánguido ramaje, higueras, plátanos, pimenteros, cipreses y la elegante palmera evocadora del islam. Vallados de cañaverales ponían cenefa verde a las parcelas, protegiéndolas contra el viento. Me maravillé ante los abundantes borbotones y raudales de agua clarísima, fina, delgada y dulce, que manaba de los peñascos, casi en la misma arena. Los vecinos de la barriada se surtían de este precioso líquido, que tan cerca del agua salada entregada su gracia fresca y transparente.
Aquel cortijo que blanquea entre dos palmeras y la fuentecilla es el edificio más antiguo de la barriada. Fue refugio de contrabandistas. Lo he pintado recogiendo el paisaje de su situación, y resulta precioso. Esto me dijo el Doctor Monroy, una tarde que admirábamos el campo desde la terraza de su pequeño jardín.
La pequeña Aguadulce
Al antiguo caserío, diseminado y formando una sola calle, se le habían unido ya en 1897 otras casas, todas de una planta: y una ermita al pie de la “Meseta”, bajo la advocación de la Virgen del Carmen; habíase convertido en hermosa finca un erial, con el nombre de Casería del Rosario; el ingeniero del Puerto de Almería, don Francisco Javier Cervantes, se había construido un palacete de estilo inglés sobre los altos acantilados, con jardines colgantes, barandillas y escalinatas en descenso hacia la playa, poblada de árboles. Ya constituía la pequeña Aguadulce un lugar con Iglesia, Escuelas, tiendas, almacenes y carretera de grava, que se la disputaban los municipios de Roquetas y Enix. Hubo expedientes de anexión; y los vecinos, con voz y voto, eligieron la mejor administración municipal del término, porque la pequeña Barriada tenía su historia romántica, su romance y conocía el nombre de su Fundador. Yo encontré algunas noticias muy curiosas, y paso a transcribirlas para constancia de su origen y conocimiento de sus nuevos moradores.
Corría el año 1860. No cruzaba por este llano la carretera; no había casas. Solo un cortijo no muy grande, junto a la ramblilla, próximo al mar, que había construido el vecino de Roquetas, Ginés Perales, con vistas al “negocio” del contrabando, que en aquella época estaba todo en su auge. No se equivocó Ginés. A poco de construir el cortijillo empezó a acudir la osada gente del mar y tierra, en demanda de protección de alijos, contra las vigilancias de carabineros que se desplegaban por San Telmo y la Garrofa. La casa de Perales se convirtió en una especie de ventorrillo, donde se refugiaban arrieros y contrabandistas; se ocultaban trabucos y escondías los revólveres de muesca; guardaban las facas y dejaban las mantas morellanas. Disponía el ventero de gente pagada contra los chivatazos; disponía de caballerías; y sobre todo de un buen vino y jamones de la Alpujarra. Ginés Perales les atendía “el negocio”. Rosa, la de Adra y Carmen la de Félix – dos garridas hembras- le abastecían de productos alimenticios a cambio de género de contrabando. También hacían su “ganancia”. En la playa de Aguadulce había, casi todas las noches, un misterioso movimiento de sombras agazapadas en la arena o espiando tras las fantasmales rocas de los Bajos. Antes del amanecer, por las ramblas de arriba, internándose en las sierras, desaparecían los alijos, camino a Granada.
Dieciséis años después había en el llano cuarenta y dos casas más. Cuando en julio de 1876 ya se habían construido la carretera vieja, que iba por los altos cerros de la Sierra de Almería, la Beata Soledad Torres, Fundadora de las Sierras de María, viajaba en un carro de mulas con dirección a Berja para establecer allí una de sus Casas para Enfermos, le llamó la atención aquella aldeica blanca de la costa y escribió: “Polvo, sol, higueras, chumberas… Caminos de lumbre- Cabras y pastores. Contritas quietudes… Por fin, allá abajo, en abierta playa de arenas azules- se ven casas blancas. Aquel pueblecito se llama Aguadulce. ¡Calmemos cansancio- en su dulce lumbre!
Hacía 1895-96 fallecía en su Casa Venta el negociante roquetero Ginés Perales, Fundador de Agua – Dulce. Así consta en la lápida de su sepulcro en el cementerio blanco, cuadrado, lleno de sol, abierto y silencioso, sin más ruido que el del rumor de las olas, que, al fondo, en la playa, allí cerca, le dedican azules sufragios.
Ahora, Aguadulce joven poblado, con su breve historia romántica y conociendo el nombre y el romance de su Fundador, surgiendo del yermo como por encanto, floreciente, magnífica concentración residencial, regada por agua pura, convertida en la Ciudad satélite de Almería, y acariciada por la suave brisa, en la Costa del Sol nos entrega la Paloma de Venus, Delfines de Neptuno y la Diosa Ceres.
Aquel pequeño caserío llamado Aguadulce | La Voz de Almería
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