Las cosas que quedaron sin contar
Regreso de familias, que llegaron exhaustas a Almería, a sus casas en Motril, auxiliadas por camiones republicanos. / AHP. .
Almería se vio desbordada ante la llegada de 40.000 almas extenuadas por El Cañarete
18/02/2018 Manuel León
En esos días aciagos, Tina Modotti vio como la ciudad sureña en la que llevaba un mes se llenó de pronto de miles de criaturas desvencijadas por el hambre. Los soportales de las casas del Paseo de Almería aparecían llenos de ancianos tullidos, niños con sarna, mujeres de ubres escuálidas dando de mamar leche agria sobre un sucio colchón; en el zaguán del Círculo Mercantil, hombres con las cuencas hundidas se arrancaban liendres y piojos unos a otros con un peine gastado, masticando cañadú.
A otros recién llegados, por el centro de control de la Venta Eritaña, supervivientes de las bombas de los cazas italianos y de los cañonazos de la Armada de los sublevados, los concentraron en el Cuartel de la Misericordia donde les dieron de comer un plato de lentejas y unas mantas para taparse.
Pero lo que más conmovió a Tina -enfermera italiana en el Hospital de Sangre del Socorro Rojo, en el Paseo de la República- la imagen que no olvidaría ya el resto de su vida, fue la de un grupito infantil en la Plaza Circular, a cuyo frente como ‘cabeza familia’ estaba una chiquilla de once años que respondía al nombre de Valeria García Vargas, que cuidaba de tres niños de menos de siete años y de un bebe de pecho que sostenía en sus brazos como si fuese una María Inmaculada.
Su madre había sido acribillada por una ráfaga en Castell de Ferro y su padre se había colgado desesperado de la rama de un olivo. La prole había conseguido llegar a Almería gracias a Norman Bethune, ese médico canadiense, ese apóstol de la caridad, que con su vehículo-ambulancia fue recogiendo niños y ancianos de la carretera de Málaga a Almería, salvando cientos de vidas que se han ido multiplicando por generaciones, como hizo el alemán Schindler con varios cientos de judíos.
Abro paréntesis: Y uno se pregunta ahora, 81 años después de esa tragedia griega, de esa dantesca peregrinación que llegó a Almería - y que ayer se conmemoraba en Las Almadrabillas bajo un sol casi primaveral y con el estribillo del Himno de Riego- cuántas cosas se quedarán sin contar para siempre; cuántas historias que merecían ser sabidas y recordadas se perderán sin rastro. Con lo que sabemos ahora, hemos pretendido construir un relato completo de ese genocidio, sin que nos inquiete la conciencia la magnitud de todas las historias de dolor que han quedado fuera, apenas se habrán podido narrar un diez por ciento -pongamos por caso- de todos los miles y miles de dramas humanos que se vivieron en esa carretera de la muerte hasta llegar al Cañarete. No es justo que desaparezca lo no contado, que no haya constado nunca en acta -ni constará ya- el dolor de tantos niños como Valeria, que conmovió a la enfermera Tina, por sus padres prematuramente muertos. Porque de la pobreza no suele quedar huella, porque quienes la sufren no escriben. Cierro paréntesis.
La desbandá acababa de irrumpir, por tanto, en Almería como una colmena de abejas desnutridas, una tarde de sábado 12 de febrero de 1937: 40.000 almas sedientas y hambrientas, familias enteras que habían salido de Málaga con lo puesto y que cinco días más tarde encontraban al fin un plato de sopa caliente y un sanatorio donde curar sus lesiones.
Casi se duplicó en un solo día la población de una ciudad que no estaba preparada para ese aluvión de atroz tragedia y a la que llegaron cientos de voluntarios del Socorro Rojo Internacional.
El Gobierno llegó a pedir a los valencianos que renunciaran a comer pan durante tres días para poder enviarlo a los refugiados malagueños.
Era una Almería confusa y transitada por seres con la mirada alucinada por esos tiempos pavorosos, hombres con los pies ensangrentados de caminar descalzos, borricos con serones de donde emergía la cabeza famélica de un niño, carros con sacos de ropa, sartenes y alguna gramola que había sobrevivido milagrosamente a un holocausto de más de 200 kilómetros por los caracolillos de la N-340.
Fue la Desbandá, de la que ahora se cumplen 81 años, la mayor masacre civil del siglo XX , en la que perecieron más de 5.000 infelices, antes de que las perrerías de Hitler y Stalin le arrebataran el podio.
La embarazada que se dio la vuelta: La historia de Ana Castillo Lázaro
Muchos de los que salieron de Málaga aterrorizados por lo que contaban de los moros de Franco -de que estaban arrancando los ojos a los hombres y los senos a las mujeres- se dieron la vuelta ante lo incierto del camino hacia Almería. Fue el caso de Ana Castillo Lázaro y su esposo Manuel León Gaitán, familia pescadora de la Malagueta.
Ana iba embarazada de su hijo Manuel y no se atrevió a seguir, a pesar del miedo por los bombardeos, y regresó a su casa desde El Palo con el vientre inflamado. Sobrevivió a la Guerra, Ana, y ese hijo que alumbró en plena lucha, Manuel León Castillo, con el tiempo terminó haciendo su vida en Almería, el punto de destino al que su madre para protegerlo no se atrevió a llegar.
Las cosas que quedaron sin contar
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