Las ballenas siguen en peligro
Las ballenas siguen en peligro
Les reventaban la cabeza con arpones bomba. Los océanos se vaciaron de cetáceos... hasta 1986 cuando la moratoria les salvó por la campana. Treinta años después de aquellas masacres, la contaminación es su principal amenaza
En los 60 se capturaban 70.000 ballenas al año, ahora se cazan 1.500. Pero decenas de miles más mueren atrapadas en redes y por los plásticos que se tragan
BORJA OLAIZOLA 20 febrero 2016
Repasar la evolución de las capturas de la flota ballenera antes de la moratoria de la pesca comercial de 1986 produce cierto mareo, incluso aunque uno no tenga especial aprecio por los cetáceos. Si en 1910 se mataron 43 cachalotes y 1.303 rorcuales, medio siglo después, en 1958, las cifras se habían disparado hasta 21.846 cachalotes y 32.587 rorcuales. La progresión, como se ve, es vertiginosa y explica que las poblaciones de los grandes cetáceos, los más rentables para los balleneros, experimentasen una drástica reducción. «Cuando se puso fin a la caza de ballenas se habían matado casi tres cuartos de todos los cachalotes del mundo, reduciendo su número de más de un millón en 1712 a 360.000 a final del siglo XX», escribe Philip Hoare en ‘Leviatán o la ballena’, un libro que explora la relación del hombre con la criatura más descomunal de la creación.
UN ARPÓN EN EL 'AZOR'
Franco y los cachalotes
Franco hizo instalar un cañón para arponear cetáceos en el ‘Azor’. Lo cuenta Alex Aguilar en su libro ‘Chimán’, donde recuerda que capturaba uno o dos cachalotes al año. Los dejaba en el puerto más cercano pero, en vista de las quejas de los lugareños por su olor cuando se descomponían, los empezó a llevar a las factorías balleneras que había en Galicia.
Aceite en el espacio
El aceite de ballena no se solidifica por las bajas temperaturas, así que las naves especiales de la NASA llevan lubricante de cetáceos en sus engranajes.
1985 fue el año en que se cepturó la última ballena en aguas españolas. Fue un rorcual hembra de 17 metros arponeado frente a la costa gallega el 21 de octubre.
El cachalote, dentro de lo que cabe, salió bien parado de la escabechina. Algunos de sus parientes fueron reducidos hasta el umbral de la extinción. Especies como la ballena franca, capturada desde la Edad Media, o la ballena azul, el animal más grande del planeta, sometido a una presión formidable (solo en la campaña 1967-68 se mataron 32.000 ejemplares en la Antártida), quedaron tan mermadas que la amenaza de su desaparición está lejos de haber remitido. De la primera se calcula que hay entre 300 y 350 ejemplares en el Atlántico Norte occidental y se cree que sobreviven unas 2.300 ballenas azules, menos del 1% de las que había antes de que empezaran a matarse.
Las estimaciones sobre las poblaciones las hace la Comisión Ballenera Internacional a partir de un patrón que secuencia avistamientos en todos los océanos. No son cifras concluyentes, ya que las ballenas siguen siendo unas grandes desconocidas. En especies marinas de ciclo corto un parón biológico de tres décadas sería suficiente para determinar si la población se ha recuperado. Los grandes cetáceos, sin embargo, tienen sus propios ritmos y los científicos creen que cualquier conclusión resulta precipitada. «El ciclo vital de la anchoa –apunta Enrique Franco, de la asociación Ambar– es de tres años, así que un paréntesis de unos pocos años es suficiente para hacerse una idea de la evolución de la biomasa. Una ballena boreal, sin embargo, vive más de doscientos años y entre el nacimiento de una cría y su paso a la edad fértil pasan 25 años. Aún es pronto para decir si la población de las ballenas más amenazadas se recupera, aunque las observaciones nos dicen que hay una tendencia al alza».
Cachalotes a la vista
Las noticias que llegan de las ballenas vienen casi siempre de muy lejos. Varamientos en las costas de Chile y Canadá, protestas por las capturas de las flotas japonesa y noruega en el Ártico... Los grandes cetáceos, sin embargo, forman parte de la realidad más inmediata para las personas que conviven con el mar. «Hace un mes se vio una ballena jorobada saltando frente a la costa de Gijón», observa el vicepresidente de Ambar, asociación que realiza avistamientos de cetáceos en el Cantábrico desde hace dos décadas. «Las que más a menudo se observan son los rorcuales y los cachalotes», precisa la oceanógrafa y colaboradora de Ambar Isabel Guzmán, que hace salidas regulares en velero para avistar cetáceos desde San Sebastián. La muerte de un rorcual en plena playa de La Concha hace cuatro años terminó de convencer a los más descreídos de que las ballenas son algo más que seres mitológicos que pueblan las páginas de los libros y las pantallas de los cines.
El biólogo Alex Aguilar vivió de cerca los últimos años de la industria ballenera española. El ahora director del Instituto de Investigación de la Biodiversidad de la Universidad de Barcelona elaboró informes para la Comisión Ballenera Internacional de las pesquerías en aguas peninsulares antes de la moratoria. Aguilar recuerda que fue un armador noruego el que recuperó la tradición ballenera en nuestras costas. En su libro ‘Chimán’, que se hace eco del nombre que las tripulaciones gallegas de los balleneros daban a las piezas de gran tamaño, relata que entre 1921 y 1985 se capturaron 21.000 ballenas en aguas españolas, primero en el Estrecho y más tarde en Galicia. «No era una pesquería tan intensiva como las que practicaban las flotas equipadas con buques factoría. Las ballenas capturadas, sobre todo rorcuales y cachalotes, se procesaban en tierra y eso limitaba el radio de acción y el volumen de capturas».
El arpón granada
En la pesca de la ballena hay tres grandes etapas: la pionera, dominada por vascos y vikingos, la moderna, protagonizada sobre todo por los estadounidenses, y la era industrial, con noruegos, británicos y rusos como directores de orquesta. En las dos primeras la captura del gran leviatán tenía un componente épico: había que sortear mil peripecias para localizarlo y luego enfrentarse al coloso en un combate muchas veces letal para los balleneros. A partir de la invención del vapor y, sobre todo, del arpón granada, que estalla en la cabeza del animal, la pesca ballenera derivó en una carnicería industrial sin atisbo de grandeza. Los grandes buques factoría, capaces de procesar las piezas a medida que iban siendo izadas a bordo, se convirtieron en depredadores implacables. Philip Hoare cuenta en su libro que en 1948 el navío ‘Balaena’, con una tripulación de 570 hombres, «regresó triunfante a Southampton habiendo capturado 3.000 ballenas, el 10% del total de las capturas de esa temporada».
La industrialización vació los océanos de grandes cetáceos. «Una flota factoría –precisa Hoare– puede sacrificar 70 animales al día, utilizando misiles que parecen traídos del futuro, con bridas y alerones diseñados para que exploten en cráneos gigantes. 360.000 ballenas azules murieron de ese modo en el siglo XX, reduciendo su población a solo 1.000 individuos. Hacia la década de 1960 la ballena azul estaba a todos los efectos extinguida a nivel comercial». La brusca disminución de la rentabilidad por el agotamiento de los caladeros convenció a los países balleneros de que había que poner límites. Las campañas de las entonces incipientes organizaciones ecologistas generaron una nueva sensibilidad hacia las ballenas que ayudó a que la moratoria de 1986 prosperase.
Aunque hay países como Japón, Islandia y Noruega que se saltan a la torera la prohibición de la pesca comercial, la presión a la que están sometidos hoy los cetáceos nada tiene que ver con la de hace medio siglo. Los 1.500 ejemplares que se capturan de media al año desde 1986 apenas representan el 2% de las 72.471 ballenas que se mataron en 1965, en plena apoteosis de la pesca industrial.
– ¿Sería posible que se autorizase de nuevo la pesca de ballenas?
– «Sería una decisión inconcebible y absurda porque la sociedad no lo toleraría y, además, no existe una demanda real de productos de ballena», responde sin vacilar la bióloga Elvira Jiménez, responsable de Océanos de Greenpeace.
El profesor Alex Aguilar, que sigue colaborando con la Comisión Ballenera Internacional, no descarta sin embargo la implantación de un sistema de cuotas. «La moratoria se aprobó para cinco años y ya han pasado treinta. Más pronto o más tarde va a haber una revisión y es posible que se vaya a un modelo de cuotas de pesca que permita un aprovechamiento sostenible de un recurso natural».
Sea cual sea el futuro que les espera a las grandes ballenas, lo que está claro es que ahora su principal amenaza es la contaminación. Decenas de miles de ellas mueren enredadas en aparejos de pesca, atrapadas por la basura y asfixiadas por latas y residuos de plásticos abandonados en las aguas. Además, el calentamiento del mar está desplazando sus bancos de alimentos cada vez más al norte, lo que altera sus rutas migratorias y abre un interrogante sobre sus rutinas de reproducción. Puede que ni siquiera la tregua de 1986 sea ya suficiente para garantizar su futuro.
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